Llega un momento en el que todo lo que te impulsaba a conseguir nuevas metas se acaba porque se ha ido deconstruyendo, perdiendo pequeñas piezas por el camino. El motor que te proporcionaba la energía para plantearte retos se rompe y te deja tirado en una carretera desierta en la que no hay señales ni se pueden seguir pistas del recorrido que tienes que seguir.
Llega un momento en el que ya no tienes más carreteras por recorrer, en el que el mapa se ha desdibujado y te ha extraviado en un lugar del que no consigues salir, un lugar en el que no ves ya las luces que te indican la dirección que debes tomar porque las bombillas se han fundido de tanto usarlas, un lugar en el que no funcionan las brújulas, en el que el norte ha desaparecido.
Llega un día en el que también pierdes a los copilotos que pensabas que te acompañarían de por vida, en el que, a pesar de que ellos estén sentados en el asiento de al lado, ya no hay nada que os conecte, ya no eres capaz de confiar en que te asistan y te apoyen si fallas porque están más pendientes de lo que ven en la carretera que de lo que pasa a su alrededor.
Y el día que llega ese momento, no estás preparado para ello porque nadie te ha avisado de lo confuso que puede llegar a ser vivir, de que las ruedas se gastan y dejan de llevarte para que seas tú quien deba propulsarte, de que tienes que inventar tu propio norte y cambiar las bombillas que iluminan el sendero que vas a seguir, de que quizás debas cambiar el volante por las riendas, tomarlas, y seguir adelante hasta que encuentres lo que no sabías que estabas buscando, y de que lo más probable es que debas hacerlo solo.
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