© Joel Cervantes Ramirez
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La música se disipa, ya solo resuena en el aire el eco de los últimos tambores y trompetas. Los aplausos se apagan y las luces se desvanecen conforme las pisadas se alejan llevándose almas recargadas de esperanza. Son las señales de que, un día más, todo ha terminado, de que nuestros invitados se han marchado dejando un vacío imposible de llenar.
Conforme el silencio se apodera del espacio que noche tras noche nos proporciona el lienzo sobre el que dibujamos sueños para muchísima gente, cae sobre nosotros el peso de años y generaciones del trabajo más difícil del mundo: hacer reír a las personas. Una responsabilidad que nos asalta desde la cuna y que aceptamos con orgullo, anunciándola en carteles luminosos buscando conquistar corazones a lo largo y ancho del mundo.
Todos los que nos visitan son iguales: mentes fantasiosas en busca de un instante de evasión de la realidad, personas que quieren creer que lo que les mostramos es cierto, al menos durante un momento. Porque lo que hay más allá de las lonas que nos dan techo no es más que un montón de preocupaciones que nos aplastan, nos estrujan y nos exprimen las fuerzas, es un mundo tan anodino y tan monótono que ha perdido todos los colores. Colores que a nosotros nos sobran, pero a veces solo de cara al público.
Cuando las luces se apagan, a nuestro alrededor todo se pinta de la misma escala de grises que para ellos, y se acaba la magia que se genera cuando el público tiene sus ojos fijos sobre nosotros. Una magia que no existe, pero que sentimos invadiendo nuestro ser y aliviando nuestra existencia, alimentados por las miradas llenas de ilusión de una grada completa, preguntándonos quién gana más en este intercambio de oro por entretenimiento en un mundo miserable. Cuando todo ha terminado, volvemos a ser personas de carne y hueso, sin los superpoderes que fingimos tener. Ya no hay flexibilidad, equilibrio o fuerza sobrehumanos, ya no hay vuelos y maromas, ya no hay chistes ni malabarismos, solo personas. Personas abatidas por la realidad, cansadas de forzar sonrisas ante un mundo que no hace más que caer en picado, de llorar a escondidas en los trayectos de una ciudad a la siguiente, de contar las monedas que nos quedan para llevar pan a nuestras casas rodantes. Felices solo por el hecho de contar con una gran familia que va contigo a todas partes y cuya diversidad es tan amplia que haría arder a los más selectivos segregacionistas.
La actuación ha terminado y no nos queda más que afrontar con resignación la dura vida que nos ha tocado vivir y prepararnos para inyectar la siguiente dosis de fantasía en la sociedad. En el recuerdo quedan las risas y los vítores de jóvenes y no tan jóvenes que nos acompañan en esta aventura. El ambiente tejido por las emociones de las mujeres, hombres y niños que ocupan los asientos cada noche permanece un tiempo en suspensión sobre nosotros, y quizás sea eso lo único que nos permite volver a sonreír cuando los focos vuelven a iluminarnos.
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