Miré a mi alrededor y realmente me quedé estupefacta por la inmensidad que me rodeaba. No podían verse los bordes de la nube, así que supuse que se extendía mucho más allá de lo que mis ojos eran capaces de ver. En esos momentos me di cuenta de lo ridículo de mi situación. ¿Qué pintaba yo, a esas horas en que el sol empezaba a esconderse tras las montañas y la luna a asomarse en el firmamento, sobre un montón de gas, a miles de metros de altura, cuando lo que debería estar haciendo es buscar al conejo blanco? No se me ocurrió respuesta que sonara al menos un poco convincente para mi cerebro. Ahora sí, me puse de pie, dispuesta a buscar la manera de bajar de allí. Me puse a caminar aprisa, porque no quería verme sorprendida por la noche en esa situación. Pensé que debía ser terrorífico encontrarse en ese lugar cuando solo la luz azulada de la luna ilumina el mundo, y más si no sabes qué puedes encontrarte. Caminé durante horas, colando la cabeza a través del gas para ver qué había debajo, pero no dejaba de ver bosque, árboles y más árboles, y alguna casucha en medio de ellos, pero no había ni rastro de ningún castillo, ni nada parecido. Agotada, y con los pies adoloridos de tanto caminar, decidí que no avanzaría más hasta que no hubiera dormido, que qué más daban unas horas más que menos si no sabía ni en dónde me encontraba, así que me tumbé sobre los algodones y al momento sentí como los párpados se me cerraban, como si pesaran toneladas, y caí rendida de inmediato, en los brazos de Morfeo.