Unas nubes grises, como un algodón lleno de polvo, acechaban en el cielo amenazando tormenta, amenazando con calarnos hasta los huesos si no encontrábamos un lugar mejor que esa amplia pradera para refugiarnos de su inminente descarga.
Nos mirábamos a través de la cortina de agua que se interponía entre ambos, sabiendo que si alargábamos la mano, podríamos asir la del otro. Nuestro sino era la mutua compañía, el abandono de la soledad mientras los dos estuviéramos con vida. Nada ni nadie podría jamás apartar nuestra mirada del otro, porque habíamos nacido para que nuestras vidas se cruzaran, para que nuestras voces sonaran al mismo son, mientras veíamos la lluvia caer sin descanso. Empapados, corríamos intentando huir del agua que ya llevábamos impregnada, para aclarar las ideas malignas de esta sociedad sucia y despiadada que llevábamos tatuadas en el cerebro, y poder ser libres, lejos de todo, y de todos.